INICIO Cap 1
MADRID ENERO 2013
El “reloj biológico”, esa expresión que llevaba ya un tiempo escuchando en boca de muchas mujeres y a la que nunca dio demasiada importancia, acabó por echársele encima de repente. Le entraron las ganas, un ansia más instintiva que lógica, un deseo más primario que racional, empezó a dominar su pensamiento. Era hora de ordenar las cosas, la vida, su vida con arreglo a la norma, al lógico devenir de la existencia, que nos conduce a unir nuestros afectos en pareja, hipotecar nuestra economía para comprar la morada, que ha de albergar a una prole en la que, si no estamos atentos, descargaremos más de la cuenta, más de lo necesario y conveniente. Había llegado el momento de tejer la red que amortiguara el vértigo de lanzarse a la convivencia, hacerse completamente adulto y responsable. Había llegado el momento de asentar la cabeza, de poner rumbo norte a una vida un tanto disoluta, y comprometerse, formar una familia, en fin, hacer lo que hay que hacer.
Ya estaba bien de picotear, de vivir a su antojo, entrando y saliendo sin nadie a quien pedir ni dar explicaciones. Sin discusiones sobre quién se ocupa de qué, sin pelear por el mando a distancia, sin decidir con cuál de las dos familias se come el domingo. Ya estaba bien de no poder espetarle a nadie que las croquetas de tu madre son las mejores del mundo, te pongas como te pongas, porque la masa no se hace de dos paletadas, hay que tostar bien la harina para que no sepa a cruda y echarle tiempo de muñeca para amalgamar unos ingredientes que se convertirán en una crema con sabor a gloria bendita mientras se rebañan los restos todavía calientes de la cazuela, todavía un poco indigestos como no puede ser menos en un placer semejante. Ya está bien de ir de independiente, libre y liberada, profesional que redime a generaciones de mujeres anteriores a las que se les negó el derecho de ser algo más que esposas y madres. Pero sobre todo, ya estaba bien de noches sin abrazos y mañanas sin caricias, ya estaba bien de no descansar en una mirada cómplice, de no contar con unas manos capaces de tomar las riendas cuando hasta lo más nimio te supera. Ya estaba bien de no sentir que alguien te ama irremisiblemente a pesar de todo, incluso cuando te odia, alguien que siente su destino irremediablemente unido al tuyo.
Hacía ya tiempo que acudía semanalmente a vaciar su alma, a sondear por los caminos del inconsciente, en busca no sabía muy bien de qué, quizá de respuestas a esas preguntas que muchos se hacen en algún momento de la vida, ¿de dónde venimos? ¿adónde vamos? ¿qué sentido tiene la vida en general y la nuestra en particular? Que a la postre es la que nos interesa colocar en el camino que otros ya antes, encontraron. Hasta que un día, ese inconsciente que hasta entonces la había protegido de forma instintiva, le jugó una mala pasada. Salió a luz un nombre, una relación, probablemente la más antigua de su vida, pues venía de la ya lejana adolescencia. La relación más protegida, la más oculta, la que no se quería remover, porque sin saber muy bien por qué, intuía que traería complicaciones.
– Hay un personaje en mi vida, dijo un día cualquiera en una de las sesiones,… pero bueno no quiero hablar de él-.
A una buena terapeuta no se le pasa por alto un desliz así, una veta de ese calibre puede dar mucho juego, puede abrir un melón extremadamente jugoso.
De manera semi inconsciente ella misma había levantado la veda, por mucho que se negara en un principio a hablar del tema, el anzuelo ya estaba echado y más podía la perspicacia de alguien acostumbrado a tirar del hilo de las vidas ajenas, que el deseo de no abrir una caja que acabaría por ser la de los truenos.
– ¿Quién es ese E. que comentaste el otro día?-
– Un “quizá” un “a lo mejor “ … no sé, alguien que lleva enamorado de mí toda la vida,- mientras intentaba empapar en la falda el sudor vergonzoso, que le chorreaba de las manos.
– Pues con un “quizá” no se debe vivir… le contestó la psícologa, esa x de la ecuación hay que despejarla. –
Así que, ni corta, ni perezosa, tomó aquello como una consigna, se puso manos a la obra y le llamó por teléfono para decirle que deseaba verle, que tenía algo importante que hablar con él. Las casualidades de la vida quisieron que él tuviera un viaje previsto a Madrid para finales de mes.
Aquella coincidencia no hizo más que reforzar la creencia de que estaba haciendo lo correcto, pues el serpenteo de su camino parecía enderezarse hacia un puerto seguro donde echar ancla, donde amarrar en un nudo gordiano sus sentimientos a quien alguna vez, en un lance adolescente, había grabado su nombre con sangre al más puro estilo romántico…
Se le instaló un mariposeo en el estómago y una mueca tontorrona a modo de sonrisa, que no hacía más que esconder la mezcla de vértigo y excitación que le producía haber dado ese paso al frente.
Corrían los tardíos años 90, cercanos al temido 2000, con cuya entrada se produciría una hecatombe informática de consecuencias prácticamente irreparables, auguraban los entendidos, porque yo nunca llegué a comprender mínimamente, si quiera, que un cambio de dígito pudiera desencadenar tamaños desastres. Como tampoco podía caber, ni en la más retorcida parte de mi imaginación, la situación que en la primera decena del nuevo siglo se iba pergeñando y que tendría su eclosión antes de cumplir el nuevo milenio la quincena.
¿Cuántos años tendremos en el 2000? ¿Dónde estaremos y con quién?
Eran preguntas y cálculos que yo, como muchos otros me hacía, porque cambiar de siglo y de milenio no era moco de pavo, no en vano superábamos el título de una de las series de ciencia ficción que había azuzado nuestra imaginación adolescente: “Espacio 1999”, que capitaneada por un joven Martin Landau, surcaba el espacio galáctico ante miles de miradas todavía crédulas e inocentes.
Cuando en los 90 hablábamos de los hombres y mujeres del S.XXI nos referíamos a modelos de personas que habían superado y trascendido muchos ismos: machismos, feminismos, sexismos en general dejados atrás en batallas ya libradas por otros, de las que tan sólo éramos meros beneficiarios. Los radicalismos de toda índole trascendidos en una integración globalizadora en la que cabríamos todos. Nuevos colores y rasgos fruto de un mix racial que nos fortalecería como una especie referente de modernidad, ética, vanguardia, ecuanimidad… Individuos que habrían superado todo lo trasnochado, rancio y polvoriento que todavía le quedaba al S.XX. Por extensión, lo mismo ocurría cuando fantaseábamos con las empresas, las sociedades y ciudades, serían lugares más justos, más dinámicos, más adecuados al ser humano y sus necesidades vitales, más habitables, menos tóxicos en todos los sentidos. Esta bola azul que nos albergaba desde hacía milenios, que nos llevaba prestando su belleza gratuitamente desde casi una eternidad, tenía esperanza, tenía una oportunidad porque los nuevos seres le iban a devolver con mimo lo arrebatado, a reconstruir lo derribado, a restituir un equilibrio que nunca se debió quebrar. La vanguardia, lo alternativo, desde lo energético a lo cultural harían del mundo un lugar más habitable y respirable, porque era nada más y nada menos que una cuestión de ponerse a ello, si en España habíamos podido hacer una transición política más que digna, había tan sólo que seguir la inercia de un impulso que nos había traido hasta la democracia, la modernidad, la Unión Europea, la apertura. Sólo había que seguir caminando en esa dirección. Si las Saras Baras y Joaquines Cortés de turno habían sido capaces de trascender la pandereta y el traje de lunares y hacer del flamenco una seña de identidad; si una cocina tradicional y en exceso grasienta, había sido reinterpretada por una generación de cocineros que podían reventar la guía Michelin, si el jamón había pasado de ser el relleno de nuestros bocadillos infantiles, a la categoría de delicatesen, si habíamos pasado de la modista de toda la vida a generar una industria de la moda, si hasta los cantautores habían sido superados por una eclosión de grupos Pop capaces de grabar a fuego sus estribillos a perpetuidad en nuestra memoria, si Almodovar le había quitado la caspa al destape y este país empezaba a ser algo más que panderetas, muñecas de gitana, paellas, y bares con suelos repletos de peladuras de gambas, si esta tierra, tanto tiempo sumida en la penumbra, se había convertido en objeto de deseo y exportación, ¿qué no ocurriría en el primer mundo al que por fin pertenecíamos por derecho propio, donde los ordenadores, móviles y todo tipo de artefactos técnicos empezaban a poblar nuestras vidas?. El futuro ya estaba ahí, a la vuelta de la esquina y era nuestro.
Lo que nunca imaginamos es que en lugar de surcar el espacio interestelar que nos “prometía” Landau, lo que muchos estarían haciendo es morder el polvo, un polvo levantado por tantas turbulencias como las que azotan Occidente, un mundo a cuyos “dirigentes” parece quedarles poco de civilizados. El sistema capitalista puesto en entredicho, alguien apuntó la necesidad de refundarlo, el estado del bienestar en peligro de muerte por la caída de los mercados, a los que hay que cuidar y atender como si de una criatura de pecho se tratara, mientras dejamos a las personas al pairo de las fechorías de los ladrones de guante blanco.
La casa del futuro en lugar de nueva, reluciente y con todos los adelantos en domótica instalados, está llena de grietas, goteras y cimientos resquebrajados, mientras los ciudadanos de a pie asimilamos, a golpe de recorte, todos esos conceptazos como la prima de riesgo, los bancos malos, las preferentes, hipotecas basura, etc, etc…
Pero eso todavía tardaría en llegar, mientras tanto en los noventa nos sentíamos ricos, las familias aumentaban su parque móvil a la misma velocidad que iban apareciendo autovías por la geografía nacional. El aislamiento era definitivamente algo del pasado. Se construían casas como si no hubiera un mañana para disfrutarlas. Había llegado la televisión comercial, rompiendo con un monopolio que nos había tenido a régimen de canal y medio donde posar nuestras miradas sí o sí en la única programación existente: el telediario, Mariano Medina con el tiempo, Estudio 1, Sábado Cine, como toda modernidad un rumano que nos volvía locos con el zoom y los bailarines hasta que llegó el concurso por antonomasia para jugar en familia: Un, dos, tres…responda otra vez.
De un modo u otro todos nos habíamos sacudido la caspa e instalado en la modernidad, sacando pecho sin complejos por ser español y pregonar, que como aquí no se vivía en ningún sitio, por mucho que ahora estuviéramos más “viajaos”, como en casa en ningún sitio. Dónde vas a ir que se viva más de noche que de día, aunque disfrutemos de un sol radiante casi todos los días del año, dónde vas a encontrar una cañita tan bien tirada y tan fresquita, que no hay mejor remedio para la sed cuando aprietan los 40 grados a la sombra y que además, por ahí toman la cerveza calentorra y ni por asomo saben lo que es tapear y mucho menos jugárselas a los chinos.
Y así íbamos escribiendo una historia que nunca pensamos que se nos podía echar encima, que nos podía dar la espalda como un amante despechado….
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Este texto no está escrito por mi. No tengo ningún interés profesional en él. Este texto y yo somos partículas independientes.
Lo recibí en mi e-mail con el subject «¿Qué te parece?» y el texto: «Hola Luis, ¿Qué te parece como inicio de un relato/novela?»
Ya he contestado por e-mail a la persona que me lo envió. Además obtuve su permiso para hacer este experimento, consistente en trasladarte la pregunta:
¿Qué te parece como inicio de un relato/novela?
Si te apetece, deja tu comentario ahí abajo. Mil gracias 🙂
(ilustración tomada de http://www.artgerust.com/blog/consejos-publicar-un-libro)