Tempus Sacrum. Monumento a un campesino.

Escuchar en Spotify

 

Su abuela tenía las risas contadas, el pelo blanco y la ropa oscura. Cuando él solo era un niño, le contó que vestía de luto desde los 26, desde la repentina y temprana muerte de su padre. De su bisabuelo él no sabía apenas nada, ni ahora ni entonces, solo que su corazón dejó de latir en el camino de vuelta a casa, y que su abuela no necesitó que nadie le diera la mala noticia; la supo cuando vio llegar la yegua sola; las alforjas cargadas de uvas y espliego. Y lo supo con ese conocimiento que él solo había observado en su abuela: esa verdad que no se construye ni se forma, sino que nace y permanece en el latido y las entrañas de los que saben de la vida.

Su abuela olía como huele la tierra en una mañana de lluvia. Y también a ropa limpia. Y a vino y a flores y a pan recién cocido, sabores que adivinaba en cada uno de los besos que, cada noche de cada verano de su infancia, le regaló a su frente.

Su abuela, una tarde, mientras daba un paseo cogida de su brazo en el jardín de la residencia donde sus hijos decidieron que estaría mejor que en el pueblo, le contó que los que recogieron el cadáver de su padre dejaron en el lugar que había ocupado su cuerpo un montoncito de piedras coronado por un manojo de ramas y flores. Desde entonces, los caminantes que pasan por allí, que cada vez son menos, ponen sobre el túmulo otra piedra. “Así que tu bisabuelo tiene un monumento. ¿Cuántos campesinos conoces tú que tengan un monumento?”.

Su abuela lo miró. Y vio en él la ternura de la juventud, la bondad con la que amanece el nuevo día. Y sintió en esa mirada, por última vez, el asombro de la vida: “Abuela, voy a llevarte. Ponte guapa, que nos vamos”.

 

 

0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *