Tempus Sacrum. El brindis de la alacena.
La mañana caía perezosa sobre la casa. El sol se sacudía de la noche calentando tibio las copas de los árboles, los tejados. La primavera apenas asomaba y el suelo peleaba contra las horas para arrancarse el invierno. La casa se regocijaba en un vacío al que parecía querer entregarse, a una soledad a la que era más fácil sucumbir que vencer, al frío de las sábanas deshabitadas, al olor hueco y sordo de la nada, a la quietud incómoda y tristona de los lugares donde solo moran los recuerdos que amenazan con deslizarse hacia el olvido.
La cocina dormía. En la ventana enrejada, un gato se dejaba acariciar por una luminosa tibieza mientras lamía sus patas. Era 19 de marzo y, por esas fechas, el sol empezaba a abrirse paso: de la ventana a la mesa, y de la mesa a la alacena, donde los retratos de otros días parecían despertarse de un gélido letargo y se ofrecían mimosos al arrullo de ese hilo de luz poblado de millones de diminutas moléculas de polvo.
El bisabuelo: blanco y negro sobre sepia. Un traje alquilado para la ocasión. La mano apoyada en un sofá barroco, ficticio, de estudio de fotografía. Y esa dignidad de los hombres buenos. Los ojos entregados a un horizonte que solo alcanza la tierra y que desemboca en el cielo donde descansan los nombres y las huellas de quienes lo dieron todo. Lo hicieron todo.
La abuela y el abuelo. Su boda. ¡Qué pronto murió su esposo y qué temprano su padre! Cuánta pena arrastró. Cuánto trabajo ofreció. Cuánto calor desprendió. ¡Cuántas veces llenó de alimento, de olor y ternura estas paredes abandonadas!
El padre. Los amigos. Los años ochenta. La rebeldía. Una foto de colores desdibujados, de contornos difusos. De alegría que se escapa. De realidad que amenaza. Después, su boda. Su cara de hipoteca. Traje gris marengo sobre encajes merengues de mangas globo.
Los dos niños en el patio. El mayor, abrazado a un balón. El pequeño, abrazado a su hermano. Se están mirando. La boca mellada del pequeño regala una sonrisa traviesa. Al fondo, la abuela, ajena a la foto, como si no fuera con ella. La mano en la frente, espantando el sol de los ojos.
Pasado ese instante, las fotos vuelven al silencio de las sombras y el sol sigue su trayectoria hacia la esquina donde holgazanea la chimenea, la banca de madera y su colcha de ganchillos y colores… pero no hoy, porque la luz lo ha invadido todo. La herrumbre de la puerta ha quebrado el sosiego fantasmal de las casas cerradas y la claridad ha poblado el suelo rojizo, las paredes desconchadas. El gato ha huido. Y los gritos de la niña corriendo hacia la alacena han arrojado de golpe el silencio.
“¡Abuelo, abuelo! ¿Es aquí donde tengo que poner mi foto? Mira, ¿te gusta aquí? ¡Contigo! Abuelo, ¡vaya camiseta llevas en esa foto! ¿Qué es esa naranja con ojos? ¡Papá! ¿Has visto ese gato? Le voy a decir al tío que si vamos a buscarlo. Ahora que los abuelos van a vivir aquí y nosotros vamos a venir todos los fines de semana, no puedes decirme que no puedo tener un gato porque en un piso se aburre”.
(…)
“Por nuestro vino. Por el que vamos a hacer. Y por vosotros. Chinchín y gracias”. El cristal resonó alegre sobre la mesa. El fuego calentaba los pies y los corazones y enrojecía las caras. Junto a la chimenea, en la banca de la abuela, la niña dormía abrazada a un cuento. El gato, a sus pies, se entregaba a un sueño apacible, cálido. Y en la quietud de las fotos de la alacena se alojaron móviles, las llaves del coche, las bolsas del súper, una muñeca despeinada. El ruido, el quehacer. El espíritu del vino, la vida.
Diseño: Isabella de Cuppis
Textos: Susana Fuentes
Voz: Marta Garcia
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